Hace poco más de siete meses, en una tarde del apacible otoño de Tokio
llegué al aeropuerto de Narita, y en medio de un estado de confusión
general gobernando mis sentidos, producto de un largo viaje, entre
en razón de que estaba en Japón. Confieso que mi japonés se limitaba
a tres cuatro frases del dominio general, útiles para manifestar las
gracias o despedirse. Sin duda alguna, esto me producía cierta
frustración al no poder comunicarme con tanta gente de rostros cálidos,
que con numerosos gestos y demás artificios del lenguaje del cuerpo, me
ofrecían su amistad y la bienvenida al país y al idioma. Mi percepción
durante los primeros días de estadía, era de un absoluto estado de
indefensión ante el lenguaje, aun cuando siempre experimenté gran
agrado en escuchar a la gente hablando, a pesar de mi absoluta
incomprensión.
Cuando
empecé las clases de japonés en la Universidad me enfrenté a una
previsible realidad, el japonés y el castellano son inmensamente
distintos, lo cual no era para nada alentador. Sin embargo, también me
alegro contar con unos profesores sencillamente excelentes, que con gran
paciencia y buen humor han incentivado en mi, un inagotable deseo de
aprendizaje, disipando todos mis miedos ante las dificultades iniciales.
Es muy enriquecedor aprender este idioma tan indisociablemente vinculado
a la cultura del país. El respeto, la cortesía y un elevado sentido de
la humildad son valores inherentes a la sociedad nipona, a toda hora
presente en el japonés. A través del lenguaje japonés he logrado
cultivar grandes amistades que me han permitido abordar numerosos y
diversos aspectos del archipiélago Nipón, como: el carácter de su
gente y sus costumbres, el clima con sus bondades y vicisitudes, y la
particular aventura que representa vivir cada simple día y hacerme
entender por quienes me rodean. No deja de ser divertido conocer tantas
personas ávidas de enseñar con entusiasmo, algún detalle de la gramática
japonesa, o de su pronunciación, en cualquier lugar, del momento más
casual, para ratificar esa amabilidad por la que son famosos los
japoneses.
Algún
imprecisable tiempo atrás escuché que un signo de progreso en un
idioma venía dado por el hecho de experimentar un sueño, en el que se
hablase en el lenguaje estudiado. Tal vez por esto, si hoy por hoy he de
imponerme alguna meta que refleje mi avance en el idioma, ésta vendría
dada no tanto por memorizar una extraordinaria cantidad de kanjis, o por
la comprensión de la lección correspondiente a un útil libro de
texto, (dos hechos por lo demás insoslayables en el aprendizaje), sino
por la posibilidad de soñar en japonés, teniendo como protagonistas
principales a todos aquellos amigos que he tenido la fortuna de
compartir en estos inolvidables meses de mi vida
Domingo
Ferrer, Ingeniero de Materiales-Cerámica
Estudiante
de intercambio en la Universidad Tecnológica de Nagaoka
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